Que la clase termine y se acerque una persona para saludarte, que te den la mano, que te digan gracias, que te den un beso, que el gesto se repita, que se multiplique... Que al llegar a casa encuentre un mensaje en mi mail de alguien que no pudo venir a clase con otro agradecimiento... Yo no sé si soy o no un buen docente. Sé que tengo tanto por aprender, y que en mis clases aprendo. Ojalá enseñe también algo. Lo que sí sé, y quería dejarlo aquí asentado, es que es verdaderamente movilizador sentir que uno ha logrado, más allá de lo pedagógico, establecer un contacto humano.
Días atrás una colega me decía que dar clases es también darse cuenta de que uno está entregando dos horas de su limitado tiempo de vida en cada encuentro, y que cada uno de los alumnos está haciendo exactamente lo mismo desde su lugar. Por eso el verdadero valor de una clase es que esas dos horas tengan un sentido y un provecho. No creo que sea mucho lo que yo pueda llegar a enseñar. Pero quiero que sepan que cada hora al frente de la clase sigue siendo, por lo menos para mí, tiempo de vida bien invertido. Por eso les digo gracias yo a ustedes.